"¡Si alguien me escucha que grite o haga ruido!". Una vez, dos veces, el bombero pega un grito desde arriba de un montÃculo de escombros.
"¡Silencio!", exclaman los demás para acallar las palas mecánicas que se mueven por todos lados en este balneario de 253,000 habitantes, en la costa PacÃfica ecuatoriana, devastado por el terremoto de 7,8 grados del sábado.
Allà habÃa un pequeño hotel. En la planta baja funcionaban dos tiendas de alimentos y golosinas. "Escuchamos un crujido. Hay vida", dice a la AFP Freddy Arca, capitán de los bomberos de la ciudad de Portovello, que llegó al lugar el lunes de madrugada junto a 15 voluntarios.
"Sabemos que hay un señor, su mujer y su bebé de dos meses. Es posible que haya nueve personas más", añade, en medio de golpes de almádena, sierras eléctricas, trozadores y taladradoras que reanudan constantemente su ruido ensordecedor.
La pareja dirigÃa el hotel Arrecife. Pero de Stalin René Hidrovo, 23 años, MarÃa Belén Delgado, 18 años, y su pequeña hija Elmy, hasta ahora los bomberos solo hallaron los documentos de identidad.
Encontrar muertos al buscar vivos
"Parece que estuvieran bloqueados en el medio, intentando salir", comenta Rubén Gallard, el propietario del establecimiento, mientras orienta a los socorristas. Este argentino de 58 años, casado con una ecuatoriana, perdió todo. "Ni siquiera nos queda ropa", dice.
Cerca de ahÃ, dos jóvenes mujeres van y vienen, nerviosas, con los ojos rojos de tanto llorar. "Mi hermano Irvin está debajo. Estaba de vacaciones con su esposa", cuenta Samanta Herrera, 27 años, quien llegó apurada la noche del sábado desde Los RÃos Quevelo, a tres horas de carretera.
"Los bomberos están aquà recién desde esta mañana. Ecuador no está preparado para una catástrofe asÃ", exclama.
Su cuñada, Paola Alercón, 30 años, se pone tensa a cada grito de los bomberos. Poco antes del terremoto habÃa salido a hacer compras y luego intentó llamar a su marido. "El teléfono móvil no sonaba más". Desde entonces no se aleja del lugar y duerme de manera intermitente en su vehÃculo.
Los bomberos se detienen nuevamente. El capitán le pide al más delgado meterse por la abertura que fue despejada con un martillo neumático entre dos placas de hormigón. El hombre regresa pálido. "Buscando vivos, encontró dos muertos. Pero escuchamos de nuevo un crujido", explica Arca.
A la vuelta de la esquina, dos jóvenes están sentados frente a otro hotel derrumbado, al igual que decenas de construcciones en la ciudad. Leen el periódico local La Marea, repleto de imágenes de los daños provocados por el sismo. "65 muertos en Manta", dice la portada. Al final del dÃa, el balance habÃa subido a 93, según el ministerio Coordinador de Seguridad.
Poca esperanza de vida
En las ruinas del hotel Arrecife, los bomberos están a punto de renunciar: no escuchan más ruidos. Se agrupan para rezar.
Enseguida llegan seis socorristas de Cadena, una ONG especializada de México. Su perro Enzo, un pastor belga, se pone a husmear entre los escombros pero siempre regresa a los alrededores de la abertura cavada por los bomberos.
Un socorrista se acerca equipado de un "detector de vida", una especie de escáner. "Hemos captado vibraciones, la respiración de una persona, una señal de vida", dice luego a la AFP la jefa del equipo Joanne Joloy, de 25 años.
Cae la noche en Manta. No hay electricidad. Los militares patrullan las calles pasando por encima de cables y escombros, para evitar los saqueos. Garrote en mano, también impiden a los habitantes intentar acceder a sus viviendas con riesgo de derrumbe.
Por momentos hay pequeñas réplicas que siembran el pánico. Las personas se alejan corriendo de los inmuebles dañados.
A la luz de los focos de las ambulancias, en medio del ronroneo de los generadores y mientras el olor a cuerpos en estado de descomposición acapara cada vez más el ambiente, Arca y sus bomberos continúan trabajando. Hace casi 15 horas que esperan rescatar a un sobreviviente. Cuanto más tiempo pasa, más se pierde la esperanza. END
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